No estás conmigo… ¿y qué? Que no me ames, es tu imposibilidad, no la mía. Que me olvides, es tu pérdida, no la mía.
¿A mí? A mí me basta con habértelo dicho; me basta con respirarte donde caminamos; me basta con recordarte como si esa tarde cuando te vi y te toqué, contara por años pasados, o como un futuro que no llegó.
Esas pocas horas en que tú supiste, y yo me encargué de que no te quedara duda.
¿Piensas que voy a olvidarte, como tú a mí? Yo no tengo imposibilidades.
Y eso es porque no temo, ¿sabes? Yo abrí los brazos, como mi corazón, y siguen así. Te lo dije, te lo pedí, aunque nadie me entendiera. Lo hice, aunque en ello inmolara afectos tan grandes como mi existencia. Lo hice, pese a que mi vida diera un giro por habértelo confesado y, aunque pasara de ser luz a sombra incomprensible. No me importó que mi pago fuera el silencio. Lo hice, aunque al final obtuviera de ti un adiós y nada más.
No, con todo lo lo que no tuve y con lo que perdí, el destino no va a reprocharme que no hubiera vivido en llamas; que no hubiera imaginado otros mundos junto a ti; que no hubiera confesado mi locura a quien amaba o que nunca hubiera soñado o que nunca me hubiera atrevido. El destino no va a reprocharme que no me arriesgara por una locura, aunque ese destino me diera por recompensa, la soledad. No será a mí a quien las horas van a reprochar no haber dado el paso hacia un alma que se me tendía, no será a mí a quien la vida reclamará no abrir un mundo que estaba al alcance de la mano, porque no quise creer. No será a mí a quien la vida reproche que no me atreví. No a mí a quien, en la orilla de la nada, los besos robados estallen en cristales rotos… ¡porque no quise dar uno solo a cambio…!
¡No, te lo juro… no será a mí!