13 febrero 2012

EL AROMA DE LOS DULCES CORAZONES

En la acera apenas iluminada, de espaldas a la vía sin autos, la luz del farol le daba en la espalda. No veía su rostro de cabellos largos, pero yo conocía sus labios, la mirada que era para mí la locura, el amor y el dolor: la pasión.

Lo sabía: su alejarse sin mirar atrás, viendo al suelo. Una forma de decirme no pienso y pienso en ti. Rechazo y carnada. Detrás de ella la noche y detrás de ella, yo.

Se iba, y como otras veces, una fuerza me impulsaba a ir tras ella.

Mas no fui. Yo sabía que eso era echar a andar de nuevo la historia de las caricias y de los dolores.

No fui porque recién me percatara del tono de nuestra relación. Hace mucho lo sabía y cuántas veces no lo había logrado. Aun sabiendo que me dolería, aun no deseando ir, siempre terminaba corriendo tras sus pasos.

Esta vez fue un simple hastío. Una sencilla decepción. Un elemental vacío.

Sé que, al alejarse, ella dio por hecho el final y dio por hecha su venganza cruel. No me respondería, ni me aceptaría de nuevo aunque terminara rogándole.

Di vuelta y me puse a andar, rápido.

Algo en el aire o tal vez en mi interior se desvanecía con la distancia.

La acera y la hora no me decían lo mismo que cuando estaba con ella, pero yo lo dejaba difuminarse.

Entonces encontré a alguien que no esperaba. Quizá a la última persona que esperaría. Ella salió de un minimercado, con guantes y una boina que remataban abrigo y bolsa con las compras. La luz que salía por la puerta transparente la acompañó a la calle.

Hacía tanto que no nos veíamos. Me sonrió y la identifiqué en segundos, aunque la pesadumbre me impidió sorprenderme demasiado.

Breve conversación y me ofrecí a cargarle la bolsa. Fuimos por la acera en la noche fría. Me dijo que había comprado harina y algo que no oí, para hornear galletas; la acompañé a su casa oyendo su relato de lo ocurrido en estos años. Al ver sus facciones risueñas, su voz dulce, no pude evitar compararla. Con ella no existía aquel misterio que convulsionaba la vida. Pero no era una oscuridad donde flotaran susurros, sino un día, tal vez una noche, formada de manos y de palabras y de verdades.

-Ven mañana –me sonrió en la puerta de su edificio- y haremos galletas.

Hacer galletas. El aroma del cacao, la calidez, la sonrisa. Una cocina compartida. Moldes, harinas, formas y decorados. Su mirada de placer al mirar las galletas salir del horno, y con eso, su sonreír en infinidad de instantes que eran otra forma de ser.

Hacer galletas. Una vida entera podía vivirse en la sencillez sin dobleces, sin trampas atractivas. Hornear y esperar juntos mientras por la ventana, resbala la lluvia y la luz corre afuera.

Ésta era una luz sencilla de sonrisas, de ternuras, de horas y de instantes sin pretensiones de abismos, ni de cimas, sino el aroma de los dulces corazones.

-Vendré mañana a hacer galletas –le sonreí, mirando sus ojos risueños; los faroles brillaban en halos sobre la calle–. En verdad, no me lo perdería por nada.