28 septiembre 2012

Noche de Museos en San Fernando


10 julio 2012

CUANDO ASOMEMOS POR LA VENTANA


Es noche fresca de febrero y él asoma por la ventana. El aire le remueve el cabello. Afuera la oscuridad salpicada de farolas.

En la habitación a oscuras voltea al lecho: ella lo mira, sus cabellos extendidos en brazos sobre la almohada, en sus ojos la mirada larga, y en su boca, los secretos que él quiere conocer.

Ella lo ve, siempre lo ve cuando él mira la calle por la ventana.

Se sienta junto a ella. La sábana dibuja su cuerpo, pero él quiere sus ojos. Son ojos de luz en la penumbra de la habitación.

Suavemente, pasa una mano sobre el rostro de piel tersa. Ella le sonríe y él nuevamente sabe que en esos labios, la historia está escrita: todo el pasado, todo el presente, todo el futuro y el significado de cada hora.

-¿Te he dicho que te amo? –susurra él.

Ella le sonríe con el descenso de las pestañas que a él siempre le ha parecido su expresión más cautivadora.

-No –le responde ella.

Él le toma el rostro, suavemente con ambas manos, y asiente.

-Te amo. Eres lo mejor que ha pasado. Eres todo lo que he soñado –y la besa en los labios.

Cuando él se levanta abre una gaveta del buró al lado de la cama, y saca una fotografía. Enciende la lámpara y mira la imagen: son él y ella, sonriendo a la lente, otra noche, la noche donde todo empezó. En sus ojos contempla la ilusión, la dicha.

Se levanta y mira de nuevo por la ventana.

Voltea hacia el lecho.

La cama está vacía.

Todo eso fue cuando ambos tenían 27 años. Aquellas noches, esta misma ventana y ella en el lecho, los besos, fueron entonces.

Y en su mano, una foto, sepia por el tiempo.

Y ella, hace mucho que no está.

Se recuesta y huele las almohadas, las oye crujir, la tela exhala el perfume de ella. No ha dejado de comprarlo, ni de rociar las sábanas, ni de sentirla presente cuando la nube de aroma se extiende en salpicaduras de estrellas y en ecos de besos, ni ha dejado de recostarse sobre las sábanas para aspirarlas, buscando  aquellas noches de Luna y de caricias, cuando todo empezó. Cuando todo prometía, cuando las calles eran suyas y con ellas el futuro, y la voz de ella y sus dedos entre los suyos y por eso en su vida no faltaba nada.

Hace 60 años.

Y de todo eso, algo no se reprocha, no le hace falta hoy, no se recrimina no haber hecho: la amaba, y se lo dijo. No se conformó con que ella lo supiera. Y así le cantó en las noches a través de los años, sin cansarse de decírselo una y otra vez, siempre como si fuera la primera. Y siempre tuvo la recompensa, el premio a su amor rendido: la sonrisa de ella y su mirada que le daba sentido a todo.

Hace 60 años. Y es increíble, como efímero es un suspiro, que haya pasado tanto tiempo, que ella no esté más y  se haya ido llevándose el corazón de él. Increíble, tanto tiempo, cuando para él, todo fue ayer. Sesenta años.

Ayer apenas fueron sus ojos y su aroma. Ayer apenas fue su voz y el inicio de la vida. Apenas ayer.

El anciano de blancos cabellos toma la sábana, la aspira, se abraza con ella en la habitación silenciosa. La luz de las estrellas brilla en el cielo de febrero.

No será por siempre, piensa él. No será por mucho más. El viento entra por el marco y remueve las cortinas, avivando el perfume. No por mucho más, se repite. De nuevo estarás conmigo, y saldremos cuando la vida se anuncia en las farolas. No mucho más aquí. No mucho. Pronto será esa noche. Y asomaremos de la mano por nuestra ventana.

13 febrero 2012

EL AROMA DE LOS DULCES CORAZONES

En la acera apenas iluminada, de espaldas a la vía sin autos, la luz del farol le daba en la espalda. No veía su rostro de cabellos largos, pero yo conocía sus labios, la mirada que era para mí la locura, el amor y el dolor: la pasión.

Lo sabía: su alejarse sin mirar atrás, viendo al suelo. Una forma de decirme no pienso y pienso en ti. Rechazo y carnada. Detrás de ella la noche y detrás de ella, yo.

Se iba, y como otras veces, una fuerza me impulsaba a ir tras ella.

Mas no fui. Yo sabía que eso era echar a andar de nuevo la historia de las caricias y de los dolores.

No fui porque recién me percatara del tono de nuestra relación. Hace mucho lo sabía y cuántas veces no lo había logrado. Aun sabiendo que me dolería, aun no deseando ir, siempre terminaba corriendo tras sus pasos.

Esta vez fue un simple hastío. Una sencilla decepción. Un elemental vacío.

Sé que, al alejarse, ella dio por hecho el final y dio por hecha su venganza cruel. No me respondería, ni me aceptaría de nuevo aunque terminara rogándole.

Di vuelta y me puse a andar, rápido.

Algo en el aire o tal vez en mi interior se desvanecía con la distancia.

La acera y la hora no me decían lo mismo que cuando estaba con ella, pero yo lo dejaba difuminarse.

Entonces encontré a alguien que no esperaba. Quizá a la última persona que esperaría. Ella salió de un minimercado, con guantes y una boina que remataban abrigo y bolsa con las compras. La luz que salía por la puerta transparente la acompañó a la calle.

Hacía tanto que no nos veíamos. Me sonrió y la identifiqué en segundos, aunque la pesadumbre me impidió sorprenderme demasiado.

Breve conversación y me ofrecí a cargarle la bolsa. Fuimos por la acera en la noche fría. Me dijo que había comprado harina y algo que no oí, para hornear galletas; la acompañé a su casa oyendo su relato de lo ocurrido en estos años. Al ver sus facciones risueñas, su voz dulce, no pude evitar compararla. Con ella no existía aquel misterio que convulsionaba la vida. Pero no era una oscuridad donde flotaran susurros, sino un día, tal vez una noche, formada de manos y de palabras y de verdades.

-Ven mañana –me sonrió en la puerta de su edificio- y haremos galletas.

Hacer galletas. El aroma del cacao, la calidez, la sonrisa. Una cocina compartida. Moldes, harinas, formas y decorados. Su mirada de placer al mirar las galletas salir del horno, y con eso, su sonreír en infinidad de instantes que eran otra forma de ser.

Hacer galletas. Una vida entera podía vivirse en la sencillez sin dobleces, sin trampas atractivas. Hornear y esperar juntos mientras por la ventana, resbala la lluvia y la luz corre afuera.

Ésta era una luz sencilla de sonrisas, de ternuras, de horas y de instantes sin pretensiones de abismos, ni de cimas, sino el aroma de los dulces corazones.

-Vendré mañana a hacer galletas –le sonreí, mirando sus ojos risueños; los faroles brillaban en halos sobre la calle–. En verdad, no me lo perdería por nada.