Es noche fresca de febrero y él asoma por la ventana. El aire le remueve el
cabello. Afuera la oscuridad salpicada de farolas.
En la habitación a oscuras voltea al lecho: ella lo mira, sus cabellos
extendidos en brazos sobre la almohada, en sus ojos la mirada larga, y en su
boca, los secretos que él quiere conocer.
Ella lo ve, siempre lo ve cuando él mira la calle por la ventana.
Se sienta junto a ella. La sábana dibuja su cuerpo, pero él quiere sus ojos.
Son ojos de luz en la penumbra de la habitación.
Suavemente, pasa una mano sobre el rostro de piel tersa. Ella le sonríe y él
nuevamente sabe que en esos labios, la historia está escrita: todo el pasado,
todo el presente, todo el futuro y el significado de cada hora.
-¿Te he dicho que te amo? –susurra él.
Ella le sonríe con el descenso de las pestañas que a él siempre le ha
parecido su expresión más cautivadora.
-No –le responde ella.
Él le toma el rostro, suavemente con ambas manos, y asiente.
-Te amo. Eres lo mejor que ha pasado. Eres todo lo que he soñado –y la besa
en los labios.
Cuando él se levanta abre una gaveta del buró al lado de la cama, y saca una
fotografía. Enciende la lámpara y mira la imagen: son él y ella, sonriendo a la
lente, otra noche, la noche donde todo empezó. En sus ojos contempla la
ilusión, la dicha.
Se levanta y mira de nuevo por la ventana.
Voltea hacia el lecho.
La cama está vacía.
Todo eso fue cuando ambos tenían 27 años. Aquellas noches, esta misma
ventana y ella en el lecho, los besos, fueron entonces.
Y en su mano, una foto, sepia por el tiempo.
Y ella, hace mucho que no está.
Se recuesta y huele las almohadas, las oye crujir, la tela exhala el perfume
de ella. No ha dejado de comprarlo, ni de rociar las sábanas, ni de
sentirla presente cuando la nube de aroma se extiende en salpicaduras de
estrellas y en ecos de besos, ni ha dejado de recostarse sobre las sábanas para
aspirarlas, buscando aquellas noches de Luna y de caricias, cuando todo
empezó. Cuando todo prometía, cuando las calles eran suyas y con ellas el
futuro, y la voz de ella y sus dedos entre los suyos y por eso en su vida no
faltaba nada.
Hace 60 años.
Y de todo eso, algo no se reprocha, no le hace falta hoy, no se recrimina no
haber hecho: la amaba, y se lo dijo. No se conformó con que ella lo
supiera. Y así le cantó en las noches a través de los años, sin cansarse de
decírselo una y otra vez, siempre como si fuera la primera. Y siempre tuvo la
recompensa, el premio a su amor rendido: la sonrisa de ella y su mirada que le
daba sentido a todo.
Hace 60 años. Y es increíble, como efímero es un suspiro, que haya
pasado tanto tiempo, que ella no esté más y se haya ido llevándose el
corazón de él. Increíble, tanto tiempo, cuando para él, todo fue ayer. Sesenta años.
Ayer apenas fueron sus ojos y su aroma. Ayer apenas fue su voz y el inicio
de la vida. Apenas ayer.
El anciano de blancos cabellos toma la sábana, la aspira, se abraza con ella
en la habitación silenciosa. La luz de las estrellas brilla en el cielo de
febrero.
No será por siempre, piensa él. No será por mucho más.
El viento entra por el marco y remueve las cortinas, avivando el perfume. No
por mucho más, se repite. De nuevo estarás conmigo, y saldremos cuando
la vida se anuncia en las farolas. No mucho más aquí. No mucho. Pronto será esa
noche. Y asomaremos de la mano por nuestra ventana.